No os asusteis por el tamaño... vale la pena leerlo

De acuerdo, no es cierto. No arruinó mi vida. Pero la mal llamada “Inspección Técnica de Vehículos” no es sino uno de los muchos motivos para no tener coche: más bien debería llamarse “Humillación Técnica de Vehículos”. En efecto, lejos de ser un simple trámite administrativo, encaminado como todos ellos a sonsacarnos impúnemente la pasta, la ITV se convierte en una ceremonia de humillación y amenazas de la que rara vez se sale bien parado. Tan arraigadas están estas siglas en el insconciente colectivo, que incluso quienes no están motorizados las conocen bastante bien, aunque albergan numerosas dudas al respecto. ¿Cada cuánto tienes que ir? ¿Puedes elegir dónde pasarla? ¿Cuánto cuesta? ¿Que ocurre si el coche no la supera? ¿Por qué Dios creó algo tan horrible si su corazón está lleno de amor?
Debo decir que mi profundo odio por la ITV es relativamente reciente. Mi primera ITV se desarrolló en unas circunstancias tan confusas y legalmente dudosas que prefiero no comentarlas por si los delitos e irregularidades cometidas todavía no han prescrito; la cuestión es que no la pasé yo sino que llevó el coche otra persona. Pero la siguiente, hace dos años, ya la sufrí en carne propia. La pasé, aunque en el informe que te dan luego, detallaron algunos defectos “leves”. Porque sí, amigos, aunque pases la ITV, eso no significa ni mucho menos que te libres de comentarios hirientes sobre tu coche. Porque de eso se trata, al fin y al cabo, en la ITV: de humillarte, de hundirte, de meterte el miedo en el cuerpo desde que entras hasta que sales. En pocas palabras, de hacerte sentir un gusano, como iremos viendo a medida que relate mi experiencia.
Pero, como ya he dicho, este año lo tenía muy presente. Iba con retraso porque me daba la gana, simplemente, no porque fuese un irresponsable cualquiera. De hecho, como que soy muy precavido, la semana previa a la ITV me pasé por el taller para que me hicieran una pequeña revisión, porque si vas a la fuckin’ ITV y no la pasas, te toca pagarla igual, claro. Me dijeron que todo estaba bien, y fue entonces cuando me até los machos y ya pedí día y hora para la ITV: el lunes a las 10:30 AM, en la misma estación de inspección de hace dos años, la que tengo más cerca de mi casa. Como que no me acordaba muy bien de dónde estaba, consulté un plano. Me llamó la atención ver que estaba más cerca de lo que recordaba. De hecho, por un momento incluso pensé que estando tan cerca, podría ir a pie. Sí, claro, ir a pie a pasar la ITV. Son momentos de lucidez extrema que me dan a veces.
Este año ya iba preparado. De hecho, aunque he vuelto a pasarme de la fecha límite, lo tuve controlado en todo momento. Si me he retrasado ha sido simplemente como muestra de rebeldía, para demostrarles que ellos no controlan mi vida. Sí, pasaré vuestra maldita ITV, pero lo haré cuando yo quiera. Hace dos años, en cambio, se me pasó un mes por puro despiste. Resulta que estaba yo en un parking observando la zona de estacionamiento en batería para coches pequeños. Es una zona donde siempre aparcan coches grandes, por cierto. Bueno, pues observando las rayas del suelo que delimitan cada plaza, me preguntaba cual sería la mejor descomposición en polígonos si fuera necesario calcular sus superficies. Y entonces, no sé por qué, me fijé en el parabrisas de uno de los coches. Llevaba la clásica pegatina de la ITV, y por el año y el mes marcados, la tenía a punto de caducar. Esto no tenía ninguna gracia, pero me reí para mis adentros. Aquel pobre desgraciado estaba al borde de la ilegalidad. Qué vergüenza. “Es el tipo de cosa que a mí nunca pasaría”, pensé yo. En ese momento me di cuenta de algo: no tenía ni puñetera idea de cuando me caducaba a mí la ITV. Pero ni flores, vamos. Regresé al lugar donde había aparcado mi coche para fijarme en la pegatina, y descubrí con gran pavor que ya tenía que haberla pasado, aunque apenas llevaba un mes de retraso. Todavía tuve suerte, porque teniendo en cuenta que se me había olvidado por completo, lo mismo podía haberme enterado cuando llevase varios años caducada.
La cuestión es que a las 10:20 ya estaba ahí. Entro, detengo el vehículo en el largo túnel de entrada, detrás de otro coche, y me bajo con la documentación necesaria, porque lo primero que hay que hacer es dirigirse a una ventanilla que está al fondo, en una especie de oficina acristalada en cuyo interior hay tres o cuatro empleados dedicados a tareas administrativas. Me acerco y espero a que terminen de atender a otro hombre que está delante de mí. Cuando este hombre termina, ocupo su lugar y observo que se trata de la típica ventanilla con cristal antibalas reforzado con fragmentos de kriptonita. Sí, de ésas que te hablan a través de un micrónofo y pasas el dinero por una especie de conducto en la parte inferior. Esta clase de montaje forma parte de la humillación, por supuesto. Es una forma de presuponer que eres un criminal. Y presuponer eso en un banco, en una farmacia o en una joyería, es soportable; al fin y al cabo, están expuestos habitualmente a robos de dinero o mercancías con violencia e intimidación. Pero en una estación de inspección técnica de vehículos, me parece entre innecesario y absurdo. Supongamos que quiero dar el golpe de mi vida y, en vez de atracar el banco de España, decido asaltar un garaje de la ITV. ¿Cómo voy a escapar luego, si mi coche está atrapado en una cola de vehículos? Además, incluso huyendo a pie, tendría que atravesar todo el recorrido del control de gases, frenos, el foso… Sería peor que escapar por uno de esos circuitos que recorrían los concursantes de “Humor amarillo”: el fracaso de mi huida estaría asegurado.Pero me había creído demasiado afortunado si pensaba que alguien me iba a prestar tanta atención, aunque fuera para meterse conmigo. Estoy ahí, con los papeles en la mano, y el tipo de la ventanilla ni siquiera me mira a la cara. Espero mientras él mira hacia otro lado para conversar con una compañera. Dado que este recinto de cristal estaba aislado, blindado e insonorizado, no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero estoy seguro que se trataría de una conversación absolutamente intrascendente. Quizá incluso formase parte de un guión que siempre interpretan cuando alguien se coloca delante de la ventanilla. El objetivo es evidente: que te sientas despreciado. Que sepas que aunque vienes ahí a someterte a su veredicto y pagando, a ellos se la suda. No te deben nada, ni siquiera los buenos días. Porque no vales ni el aire que respiras. Eres una mierda.
En resumen, que si te ponen esa ventanilla para delincuentes, es simplemente para que entiendas que allí eres un mierda y que no esperan nada bueno de ti. Me viene a la cabeza la típica película americana en la que un durísimo instructor machaca a los reclutas. Concretamente pienso en cierta escena de “La chaqueta metálica” adaptada para la ocasión. Aquí el tipo de la ventanilla me miraría con desprecio y, al ver que mi vehículo está matriculado en Barcelona, me diría con voz estridente y agresiva: “¡¡En Barcelona sólo hay dos cosas, vacas y maricones!! ¡¡¡Y no te veo los cuernos por ningún lado!!!”.
Quizá el tipo, que por cierto es relativamente joven y lleva una especie de mini tatuaje horroroso en su escuálido antebrazo (o quizá sean unos rasguños, no lo veo claro), está esperando a que yo reaccione para entonces poder seguir ignorándome y aumentar así la intensidad del escarnio. Pero yo ya soy perro viejo cuando se trata de estas cosas, así que hago como que no me importa. Me quedo ahí con la mirada perdida en el infinito, mirando distraídamente hacia las paredes, ignorando que él me está ignorando. A ver quién puede más, enclenque. Mientras tanto, llega un tipo en moto y sin quitarse el casco, se acerca a la ventanilla y espera su turno a mi lado. Seguramente está pensando qué clase de farsa estúpida estamos representando el memo que mira hacia otro lado y yo. O quizá ya conoce bien el percal y no se extraña. En ese momento, el cretino del otro lado del cristal coloca la mano en la parte inferior de la ventanilla, como buscando a tientas los documentos que tengo que facilitarle, pero sin dejar de mirar hacia otro lado. Se los paso por el hueco, los coge, teclea unos datos en el ordenador y sigue hablando con la misma compañera de trabajo. Apenas puedo verle la cara, ya que está completamente girado hacia el lado contrario, casi dándome la espalda. En ese momento miro hacia mi coche, que está al fondo; lo he dejado abierto, así que cualquiera de los muchos sinvergüenzas que pululan por las calles podría colarse, abrírmelo y llevarse algo. Son muchos los objetos de valor que guardo en mi vehículo: una guía de calles, un trapo viejo, una linterna, dos pilas de repuesto y, si la memoria no me falla, dos preservativos que escondí, más que guardé, en la carpeta de documentos del coche. Sin embargo, el tipo de la moto y su puto casco me bloquean por completo la visión, así que no alcanzo a ver bien mi vehículo.
En ese momento, el memo que tiene mis papeles habla por fin. “31 con 60″, dice por el altavoz. Le respondo “¿Cómo?”. Me lo repite: “31 con 60″. No, no le he pedido que me lo repita para vacilarle. Es que esperaba otra cosa. Esperaba algo como “buenos días”, “le deseamos una feliz itv” o “disculpas por esta humillante espera y por mi innecesariamente denigrante actitud chulesca”. Qué va, nada de eso. La primera y la última palabra que me ha dirigido ni siquiera ha sido una palabra, sino un número, un importe. Muy hábil: es una forma de recalcar que si se dirigen a mí, es solo por mi dinero, lo único de valor que hay en mi persona. Le pago introduciendo el billete por el huequecito ratonera, me da el cambio y la factura, y me devuelve los documentos, que por supuesto no ha vuelto a colocar en la funda de plástico donde iban. Seguramente incluso tengo que agradecer que no haya escupido en mi permiso de circulación. Pero por supuesto, ni un “gracias”, ni un “ya está”, ni nada por el estilo. Lo dicho, me suelta los papeles y la factura, y se da la vuelta del todo. Quizá no sea tan mala idea que esté detrás del cristal, porque siento ganas de cogerlo por la pechera e incrustarle la cabeza contra la pantalla de su puto ordenador. Yo, que soy una persona encantadora, que doy las gracias por todo, que sonrío a los niños por la calle. Mirad lo que puede hacer la ITV con las personas.
Ahora lo que me tocaba era volver a sentarme en el coche y esperar a que la cola fuese avanzando. Delante de mí tenía al tipo que estaba en la ventanilla cuando yo llegué. En vez de volver a entrar en su coche, se ha quedado fuera, apoyado en la pared, esperando a que la fila de vehículos avance. Va vestido con un mono de mecánico, y por un momento pienso que es uno de los trabajadores del taller, pero entonces me doy cuenta de que lleva el logotipo del RACC (una empresa de servicios para automovilistas). Al cabo de un momento, llega un chico con un Seat 600 amarillo, se baja del coche y le pregunta algo en catalán a este hombre del RACC, que le responde “es que no soy de aquí”. Entonces el del 600 le repite la misma pregunta en castellano. El otro se lo aclara: “Quiero decir que no trabajo aquí”. Luego llega una mujer y vuelve a tener lugar una escena parecida. La confusión se repite una vez más con otro hombre más mayor, que intenta efectuarle una consulta al mecánico impostor y se lleva el mismo chasco que los dos anteriores.
Me aparto para dejar paso al tipo del casco que estaba esperando, y en ese momento, se da media vuelta y vuelve hacia su moto. Primero he pensado que quizá era uno de esos tristes casos de hombres hechos y derechos que se van a pasar la itv y vuelven a casa llorando, y le dicen a su mujer: “He llegado hasta la misma ventanilla, tenía el permiso de circulación en la mano, sudaba por todos los poros… pero no he podido, ¡no he podido!“, y su mujer los abraza con gesto compungido mientras repite suavemente “ya pasó, ya pasó, tranquilo“. Sin embargo, luego ha vuelto, así que o bien se había dejado algún documento en la moto, o simplemente ha logrado reunir finalmente el valor necesario.
A todo esto, la cola no avanzaba, así que me he puesto a jugar al Bomberman de la Nintendo DS. No es que sea tan adicto que necesite jugar a algo en cualquier rato muerto: es que tengo comprobado que el tiempo que tengo que esperar en los sitios es inversamente proporcional a la cantidad de cosas que puedo hacer mientras tanto para aprovecharlo. Para entendernos, si no tengo nada más que hacer que papar moscas y morirme de asco, me hacen esperar mucho. Si me llevo el portátil para trabajar, o algo para leer, o una consola portátil para jugar, enseguida termina mi espera. Es una ley constatada, y en efecto cuando apenas había pasado dos niveles del juego, la cola ha avanzado.
Es de suponer que el coche no es del mecánico sino de algún socio del RACC. Seguramente, este ilustre club de automovilistas ofrece a sus socios la posibilidad de pasarles la ITV. Es natural, un tío importante no se rebaja a ir ahí a que le humillen; si acaso, envía a un esbirro con mono de mecánico en su lugar. Pero también podría tratarse de otra estratagema ideada por las retorcidas mentes de quienes mueven los hilos de la ITV. Lo que quiero decir es que quizá todo eso es un engaño y ese tipo no es más que una especie de actor. Pensadlo bien: al colocar ahí a un personaje vestido de mecánico, se generan un sinfín de malentendidos que hacen sentir idiota a la persona que se equivoca - en el párrafo anterior lo hemos visto. Además, hay un segundo efecto de vejación: al verlo, piensas que la gente de cierto nivel no pasa la ITV en persona. En cambio tú estás ahí porque no tienes dónde caerte muerto, porque eres un fracasado de la vida. Un pringao de cojones, vamos. Al menos el mecánico del RACC está ahí porque le pagan, pero ¿y tú? ¿Tú que coño haces, además del ridículo? Tú estás ahí y encima pagando. Gilipollas. Sí, tú. Gilipollas.
No mucho después, he llegado al fin al primer puesto de la cola. Desde allí ya veía la zona de pruebas: un espacio relativamente amplio amueblado con infinidad de extraños artefactos, todos ellos destinados a encontrarle fallos a tu vehículo de motor. Entonces se ha acercado un hombre, y me ha dicho: “¿Gasolina?”. Podría haber dicho algo como “No tengo sed, gracias”, pero para evitar no pasar la ITV por gracioso, he dicho que sí, y tras entregarle los documentos del coche, he pasado al principio de la zona de pruebas para motores de gasofa (los diesel van por otro lado). Ya solo faltaba que alguno de los lacayos del taller viniese a decirme que avanzase hasta el primer punto de control. He tomado aire y me he dicho: “Ahora ya va en serio, tío”. Mientras esperaba, observaba el coche que tenía unos metros por delante, que estaba terminando de pasar las pruebas. Las pruebas de la ITV, para quien no lo sepa, básicamente sirven para comprobar qué tal reaccionaría tu coche en caso de terremoto. Otra utilidad no les veo, ya que todo consiste en hacerte pasar sobre rodillos y plataformas que tiemblan, vibran, basculan, trepidan, se agitan… De todas formas, oficialmente se supone que el objetivo de esta inspección es garantizar la seguridad de tu vehículo, pero tengo la sensación de que el concepto de seguridad de la ITV es algo peculiar. Creo que podrías ir montado en una bomba nuclear, y pasarías la ITV siempre y cuando tus matrículas fuesen del tamaño y color reglamentarios. Pero como tengas una ventanilla que chirría o un volante de piel de cocodrilo… ¡pon tu mejor cara y reza, porque lo mismo se tef0$||4n!
Mis temores no eran infundados, amigos. Es cierto que pasé la ITV de dos años antes, pero no fue una ITV de matrícula de honor, ni mucho menos. Dejadme que os lo explique antes de seguir (ahora viene un “salto al pasado”, como en las películas): corría el año 2005 y mi coche estaba en perfectoísimo estado, eso por supuesto. Y yo iba a la ITV, mi primera ITV “en persona” con toda la ilusión del mundo, pensando que hasta me felicitarían por lo bien que estaba mi coche. Sí, no exagero: prácticamente creía que saldría de allí con los neumáticos rodando sobre los pétalos de rosa que los amables empleados arrojarían a mi paso, y con marcas de besos en la carrocería del coche. Avanzaría por el túnel de salida y distinguiría al final un cielo azul infinito, un sol brillante emitiendo destellos cegadores sobre un mundo de colores pastel difuminados. Todo ocurriría a cámara lenta, y ya en la calle me esperaría una multitud de gente con globos y confetti, todos aplaudiendo y sonriendo (repito, a cámara lenta), y todavía podría escuchar a los mecánicos diciéndose entre sí: “J@$~#R, que bien que tenía el coche el tío, yo es que no había visto cosa igual en toda mi vida”. Pero nada más lejos de la realidad. En aquella ocasión, además de recibir un trato frío y humillante (como el que estaba recibiendo ahora), al terminar la inspección me dieron con total desgana un papel que ponía “Favorable con defectos leves”. Aparte del disgusto de ver que allí no ponía “De p#%@ madre” si no un simple “Favorable”, me ofendió profundamente eso de los “defectos leves”, que además luego salían detallados más abajo. Pero bueno, ¿me meto yo con sus coches, o con el color de su uniforme, o con la simetría de sus narices? Si he pasado, he pasado, que se dejen de provocaciones. Además, sobra decir que los “técnicos” no me dieron opción de réplica. Allí su palabra es ley. Me plantaron los defectos en el impreso y apa, adiós muy buenas.
En esa ITV de 2005 me detallaron concretamente 4 “defectos leves”: uno, que los intermitentes no eran lo suficientemente naranjas. Sí, en serio. Eran naranjas, pero no lo bastante. A mí no me lo parecía, pero allí son profesionales y saben muy bien qué tono de naranja se lleva cada temporada. En 2005 por lo visto se llevó el naranja pasión, y yo llevaba el naranja calabaza, que hizo furor en la temporada primavera-verano de 2004, pero que ahora no lo lleva ningún automovilista de bien. Esto puede parecer de risa, pero es bastante peligroso, ya que los otros conductores, al ver que tus intermitentes parpadean con un tono naranja pero no lo suficientemente naranja, ignoran o interpretan erróneamente esta señal luminosa, y a partir de ahí, puede suceder de todo menos algo bueno. El segundo y tercero de los defectos eran fallos en la carrocería y el parachoques. Es cierto que el coche estaba ligeramente castigado, pero nada serio. Encima casi todo son rayadas o abolladuras que me han hecho otros artistas anónimos con mi coche aparcado. Pero de nada habría servido explicarlo: me pusieron “defectos en parachoque sin riesgo de desprendimiento”. Claro, sin riesgo de desprendimiento, pero de momento ya te la han colado. Jódete. Luego el día de mañana, cuando alguien busque tus trapos sucios, esto saldrá a la luz. Además, todos conocemos la triste historia de algún amigo o familiar que circulaba con parachoques sin riesgo de desprendimiento, y que terminó mal o peor. En la sociedad moderna, los parachoques sin riesgo de desprendimiento son sinónimo de marginación y criminalidad. No son más que un eufemismo que encubre algo mucho más grave: eres un aparcador de oído y una mala persona. Quizá incluso un hijo de p#%@. “Riesgo de desprendimiento”… pero bueno, ¿yo qué conduzco, un coche o una montaña rocosa? Pero ojo, que nos queda el cuarto y último defecto, el más grave: un desequilibrio en las fuerzas de frenada del freno de servicio. Esto incluso me lo comentó el mecánico de la ITV, que me hizo apretar el freno tan fuerte, que dos años después todavía me duele la pierna mala. En aquel momento, con el estrés de la situación, no pensé en apretarlo con la otra pierna, pues para el caso habría sido lo mismo. Pues bien, como que el técnico detectó que aquella frenada padecía un grave desequilibrio (o que yo no sabía apretar el pedal de freno porque me habían dado el carnet en una tómbola), me pidió que le dejase a él. Se subió al coche y él mismo frenó mientras unos rodillos zarandeaban las ruedas de mi velocípedo, pero obtuvo el mismo resultado: un acusado desequilibrio. Con tono condescendiente pero preocupado, me dijo que bueno, que pasaría la inspección, pero que esto era peligroso y que me lo tenía que hacer mirar cuanto antes. La verdad es que yo no había notado absolutamente nada raro en las frenadas, pero confieso que me acojoné un poco.
Así que cuando salí de aquella inspección técnica de 2005, estaba destrozado. No solo había sacado un aprobado pelado, sino que encima me habían dicho sin rodeos que tenía, entre otros defectos, un desequilibrio en las fuerzas de frenada. Fui al taller a que me lo mirasen, pero según ellos no había ningún desequilibrio. Primero les creí, pero luego volví a mirar el informe de la ITV, donde incluso detallaba aquel monstruoso desfase en Newtons… y comprendí que los de mi taller me habían dicho eso para que no me preocupara, como cuando le dan la mala noticia a los familiares pero le ocultan al enfermo la gravedad de su dolencia. Seguro que en el taller lo vieron, y pensaron: “Pobre chico, para lo poco que le queda con este coche, al menos que circule feliz”. Pero yo sabía la verdad. Así que estos últimos dos años, he circulado siempre avergonzado, bajando la cabeza en cada cruce, pidiendo perdón a todo el mundo por poner en peligro sus vidas con mis intermitentes no-lo-suficientemente-naranjas, mi parachoques abollado sin riesgo de desprendimiento y mis desequilibradas fuerzas de frenado. A menudo, al pararme en los semáforos, me preguntaba si los otros conductores se habrían dado cuenta de lo desequilibradamente que frenaba. No había forma de saberlo, pero si alguien me miraba, no podía evitar pensar que era porque lo había notado. A veces hasta me parecía oír que, a lo lejos, alguien me gritaba “¿Pero tú estás loco o qué?”. Y yo no sabía si poner cara de despistado, o de resignación. Al entrar en los parkings, lo mismo, me parecía que el encargado me miraba, y yo avergonzado decía: “No se preocupe, que no tiene riesgo de desprendimiento”. Pero no me creían: el desequilibrio de mi frenada hablaba por mí. Lo peor era cuando detectaba alguna fémina joven y lozana en algún vehículo cercano, o incluso cruzando la calle. Antes de la ITV de 2005 la habría mirado sensualmente, con la remota esperanza de dar salida a los preservativos que tan celosamente guardaba entre la documentación del coche. Pero ahora pasaba un bochorno tremendo. Por supuesto, hay mucha viciosa a la que le daría morbo hacérselo con un “chico malo” como yo, un tipo que vive al límite de la ITV y que conduce un auténtico ataúd sobre ruedas. Pero son casos demasiado puntuales; no podía contar con ello. Así que la maldita inspección técnica incluso perjudicó a mi vida sexual, que ya era bastante pobre sin que ellos y sus putos informes viniesen a complicármela más.
Al fin ha venido uno de los mecánicos y me ha hecho avanzar hasta situar el coche sobre una especie de planchas metálicas que suben y bajan rápidamente, o tiemblan, o se retuercen… la verdad no lo sabría decir. Una cosa muy rara. El coche ha empezado a temblar por todas partes, y yo en vez de estar serio, pensaba en sacar medio cuerpo por la ventanilla y gritar: “¡Socorro! ¡Un terremoto!”, pero si no había hecho la broma con lo de “¿gasolina?”, no la iba a hacer ahora. Después de varias raciones de temblores, ha llegado el momento de comprobar la iluminación: a medida que me lo decía el técnico, yo tenía que poner y quitar luces de posición, cortas, largas, intermitentes, marcha atrás… Luego tenía que poner y quitar marchas, el freno de mano, el freno de pie, encender el coche, apagarlo… menos sintonizar la radio y poner la calefacción, hay que hacer de todo. Desde luego, al cabo de un minuto ya no sabes ni lo que haces, simplemente eres un zombi que obedece órdenes fielmente. Estás en sus manos, y como te pongas gallito, te mandan a casa sin postre y sin pegatina de la ITV. Pero a mí no me importaba cumplir órdenes. Había distinguido que, un poco más adelante, me esperaba el maldito disco doble de la máquina que mide el famoso desequilibrio de las fuerzas de frenada. Eso sí que era serio.
Por eso ahora (atención que volvemos al presente), mientras esperaba esta nueva inspección, temía que de nuevo detectasen esta grave anomalía, y que en esta ocasión no fueran tan benevolentes. Es más, estas cosas no mejoran con el tiempo, a diferencia de los hombres y el buen vino, así que ahora el desequilibrio se habría agravado, eso seguro. Incluso había llegado a pensar que quizá no me iban a dejar ni salir de allí con el coche. Precintarían mi vehículo, evacuarían el taller y avisarían a un equipo de profesionales para que lo desguazasen in situ. Ésa era la única forma de garantizar que no volviese a poner en peligro la vida de nadie.
Pero en fin, seamos positivos como el RH: superado este angustioso trance del frenado, yo estaba pletórico y pensando en la melopea que iba a pillar esa misma noche para celebrarlo. Craso error: enseguida se encargarían de volver a ponerme en mi sitio con nuevos insultos y humillaciones, como enseguida veremos. De momento tenía que avanzar hasta el tercer y último punto de control, una especie de foso. El técnico esta vez ha puesto su mano en el volante y me ha dicho que se lo dejase controlar a él, que yo solo avanzara. Al acercarme al foso, instintivamente he intentado corregir un poco la trayectoria (iba bien, pero me parecía que un poco torcido), pero él rápidamente ha reprimido mi intento de tomar el control. “No, no, usted déjeme a mí”, me ha dicho con tono autoritario.
Tras unas cuantas sacudidas para joderme un poco más los amortiguadores o lo que quedase de ellos, el técnico mecánico diabólico me ha hecho avanzar hasta el siguiente punto de control, donde las ruedas quedaban empotradas en una especie de zanja con unos rodillos de aspecto un tanto siniestro. Tras un par de comprobaciones, ha llegado el fatídico momento de apretar el freno a fondo, poco a poco. ¿Cómo explicar el dramático crescendo de emociones y temores que ha brotado de mi corazón? Imposible. Simplemente me he encomendado a dios y a los arcángeles, y he comenzado a pulsar el pedal, observando cómo poco a poco las agujitas subían. En cualquier momento, una de las dos se quedaría atrás, y le diría a la otra: “Compañera, sigue sin mí - yo solo soy un lastre inútil, pero tú todavía puedes salvarte”. Sin embargo, este momento no llegaba. La agujas han completado su recorrido, y allí no había pasado nada. ¿? A continuación he tenido que volver a hacer lo mismo. He pensado: “Ah, esta es la buena, o sea, la mala”. Pero otra vez igual, las agujitas parecían un equipo de natación sincronizada. Todo en orden. De hecho, aunque no entiendo mucho del tema, pienso que se podría decir que el equilibrio entre los dos discos de frenado era una cosa que daba gusto verla. Pero, ¿cómo es posible, si dos años antes aquello era un desastre? No tengo pruebas, pero estoy casi seguro de que la cagaron la otra vez. Ya lo dije, yo nunca había notado nada ni remotamente raro al frenar. Pero por culpa de sus putos artefactos de medida, había llevado durante dos años una vida de desequilibrado sin que existiera motivo para ello. Había estado viviendo una farsa, y todo porque los aparatos de la ITV no pasan la ITV. Seguro que habéis oído esa frase de “¿quién vigila a los que nos vigilan?”. Bueno, pues yo digo, ¿qué ITV pasan los que nos hacen pasar la ITV? Ninguna, ellos hacen y deshacen a su antojo, y luego lo pagamos los inocentes, los que aflojamos la guita. Yo soy más crédulo que creyente, pero desde luego está claro que es cierto que Dios hizo el mundo en 7 días o menos. Así le salió. Qué chapuza.
Me imagino que habrá más de uno y de dos gañanes o gañanas que al llegar a esa parte de la ITV, van y meten medio coche en el foso. Son los típicos que luego terminan en el youtube (cuando hay cámara de vídeo cerca) para que la gente se burle de ellos y realicen comentarios hirientes sobre su falta de pericia. En cierto modo lo entiendo, pero me parece que yo ya había demostrado que sé llevar el coche recto. Sin embargo, no debemos despreciar el nuevo efecto de humillación que tiene todo esto: vas a pasar la ITV, y ni siquiera presuponen que sepas conducir. El mecánico tiene que llevarte el volante, como si no supieras ni hacer la O con un canuto. Precisamente en ese momento he visto que, a un lado, había unos lavabos. La verdad es que es raro, porque no creo que a media ITV puedas decir: “Ejpérame un momento, que ma venío el apretón de las 11″. Pero, ya que se empeñaban en manejar mi volante, era como para decirle al “técnico”: “Oye, ¿y si voy a mear también me sacarías el pito y me lo aguantarías para apuntar bien, por si me meo fuera?”.
En fin, una vez el coche ha quedado bien situado sobre el foso, este tipo se ha marchado y otro técnico le ha tomado el relevo. Antes de bajar al nivel inferior para analizar los bajos de mi coche, me ha indicado que me daría indicaciones a través de unos altavoces para mover el volante. Ya digo que allí otra cosa no, pero cumplir órdenes, hasta cansarte. Incluso a través de un altavoz, que ya es el colmo: órdenes por control remoto. Pero bueno, cuando hubiera terminado esta parte, tendría vía libre para marcharme. Volvería a ser un conductor decente, aunque en realidad nunca lo había dejado de ser, porque mis fuerzas de frenado eran dignas de un caballero Jedi. Luciría con orgullo mi nueva pegatina de la ITV. Buff, lo que iba a ligar con la pegatina de la ITV. “Voy a fornicar hasta por los descosíos”, me decía a mi mismo. En pocas palabras, recuperaría al fin el orgullo, la autoestima. La dignidad.
Sin embargo, todavía me faltaba por recibir una sorpresa. Cuando el mecánico ha vuelto a subir del foso, ya he visto que no traía buena cara. Se ha dirigido directamente hacia la ventanilla del lado del acompañante, y me ha dicho en catalán: “Tienes roto el folier del palier”. Francamente, no he entendido ni jota, así que le he pedido que me lo repitiera, y me ha vuelto a decir lo mismo… ¡pero en castellano! Esto me ha hecho mucha gracia, porque las palabras en catalán eran justamente lo único que había entendido. Lo que no entendía era lo otro, pero en un primer momento me daba igual: mi primera reacción iba a ser decirle que eso no me lo dice en la calle y a la cara. Pero me he mordido la lengua: claro, seguramente se estaba refiriendo a mi coche, no a mí. Yo es que no tengo mucha idea de mecánica, pero eso del folierpalier me sonaba a francés, de hecho él lo ha pronunciado con un marcado acento parisino. Quizá el tipo quería dejarme en evidencia; una burla final para que tengas que reconocer que no sabes tantos idiomas como ellos. Pero antes de poder siquiera preguntarle qué coño era eso, el tipo ya se ha largado. Más tarde he visto en el informe que eso se conoce como “guardapolvos”, pero claro, a mí me ha dicho el término más técnico para descolocarme. Y me lo ha espetado así, sin miramientos. Yo no me lo esperaba porque, antes de ir, había pasado por el taller como expliqué al principio, y no me habían dicho nada de esto. Quién sabe, quizá el muy envidioso, al darse cuenta de que iba a pasar la inspección sin defectos, me ha rajado él mismo el dichoso folies bergere. Podría haberle respondido: “Oye, políglota de los cojones, cuando yo entré aquí, mi guardapolvos estaba perfectamente”. A ver qué me decía. Pero claro, eso es una acusación muy seria. Mejor no decir nada.
Con la documentación y la pegatina nueva (pero también con el folies bergere -o como se llame- roto, y mi orgullo herido), he encarado el túnel de salida, al final del cuál brillaba la luz de la calle, donde los transeúntes iban de un lado a otro sin saber los crueles atropellos que allí dentro estaban teniendo lugar. Ya de vuelta sobre el asfalto, me sentía frágil y delicado, ya que el follín palitroquier está tocado (iré al taller en cuanto pueda), pero dentro de todo, me sentía bastante bien. Por fin me había quitado de encima la p#%@ ITV, un trámite que, como espero haber demostrado, no tiene otro fin que vaciarte los bolsillos y, por encima de todo, despreciarte como conductor y vejarte como persona.
La inspección había terminado. El mismo hombre que al principio me había preguntado si mi coche era de gasolina, ha venido ahora hasta mi ventanilla para devolverme los documentos del vehículo y hacerme firmar un papel. Ni he mirado lo que ponía: solo he visto que aunque tenía defectos, había logrado volver a pasar la ITV, y con eso me bastaba. No sé, quizá tendría que haberme rebelado y negarme a firmar un documento en el que, una vez más, ponen de vuelta y media a mi coche. Aunque todavía puedo dar gracias de que no hayan puesto comentarios tipo “el conductor tiene pésimo gusto para la ropa” o “el coche está muy sucio, probablemente lo conduzca un cerdo”. De todos modos, debo decir que esta vez tenía menos defectos que la vez anterior, lo cual resulta muy curioso. Quizá para la próxima ITV el coche ya esté perfecto. Hay que joderse.
Mi intención con este relato es advertir a los más jóvenes de lo que os espera cuando tengáis que pasar por este horrible trámite, si es que os motorizáis, cosa que yo no recomiendo. Cuando llegue el momento, sed fuertes y no permitáis que os hagan lo que a mí. Sacad pecho y, a la primera impertinencia, cortadles en seco. O como mínimo, que no vean que os afecta. “Dientes, dientes, que es lo que les jode”, como decía la Pantoja. De verdad, no les deis ese gusto a los malvados iteuveros. Entre todos, algún día acabaremos con la dictadura de la inspección técnica, y crearemos una sociedad de hombres y mujeres libres, una sociedad donde las personas no serán discriminadas por el color de su pegatina de la ITV. Aunque, hasta entonces, tendremos que seguir viviendo bajo la cruel dictadura de este Guantánamo del motor.
Paciencia, amigos conductores. La revolución está cerca. La revolución está… cerca.